Comentario
En la formación y desarrollo del otro partido de gobierno -que terminaría llamándose partido liberal- también desempeñó un papel fundamental un individuo, en este caso, Práxedes Mateo Sagasta. Pero la naturaleza de su influencia fue distinta a la de Cánovas. Si éste lo era todo -ideas, proyectos y prestigio- en el partido conservador, la fuerza de Sagasta radicaba, por el contrario, en la carencia de planteamientos personales, unida a la capacidad -gracias a "la agilidad mental y el sentido de humanidad", que destacara en él el cardenal Rampolla- para unir a las distintas personalidades y agrupaciones que terminaron confluyendo en el partido. Aunque de una personalidad completamente distinta a la de Cánovas, Sagasta pudo entenderse con éste porque era también un político pragmático, convencido de que en política "no (...) se puede hacer siempre lo que se quiere, ni siempre es conveniente hacer lo más justo".
El núcleo del partido liberal de la Restauración fue el partido constitucional, que se había formado en 1871, tras la escisión de los progresistas que siguió a la muerte del general Prim. El ala derecha del partido progresista y un buen número de componentes de la Unión Liberal se organizaron con el nombre de partido constitucional, bajo la jefatura del general Serrano y de Sagasta, mientras que el ala izquierda de los progresistas junto con los demócratas que optaron por la monarquía, formaron el partido radical, dirigido por Manuel Ruiz Zorrilla. Ambos partidos se alternarían en el poder durante el reinado de Amadeo I. Los constitucionales estuvieron apartados de la vida política durante la I República, con la que colaboraron inicialmente los radicales. A lo largo del año 1874, después del golpe de Estado del general Pavía, fue el partido constitucional quien tuvo en mayor medida la responsabilidad de gobierno.
Cuando ocurrió el pronunciamiento de Sagunto, Serrano era presidente del Poder Ejecutivo, y Sagasta presidente del Gobierno; ninguno de ellos extremó su oposición al movimiento iniciado por Martínez Campos, al comprobar el escaso apoyo militar y civil con que contaban, y se prestaron a negociar su integración en el nuevo régimen. Cánovas era el primer interesado en que ésta se produjera para conseguir equilibrar el peso de los moderados. El problema era encontrar los términos de la avenencia. Para los constitucionales no sólo estaba en juego la supervivencia como partido, y el medio de vida para muchos, sino también el legado de la revolución de septiembre.
La cuestión clave que enfrentó a Cánovas con los constitucionales durante los primeros años de la Restauración fue el problema constitucional. Cánovas quería hacer una nueva Constitución cuya existencia le parecía indispensable como base del nuevo sistema político. Los constitucionales, por el contrario, defendían la vigencia de la Constitución de 1869, que consideraban expresión de las conquistas liberales de la revolución de 1868: la declaración de la soberanía nacional y los derechos individuales. Ante esta disyuntiva, el partido constitucional se dividió, en mayo de 1875: una minoría, dirigida por Manuel Alonso Martínez, se prestó a colaborar con Cánovas en la elaboración del texto constitucional, mientras que la mayoría, al frente de la cual Sagasta había consolidado su posición frente al general Serrano, siguió defendiendo el texto de 1869. La primera gran asamblea del partido celebrada en Madrid después de la Restauración, en noviembre de 1875, ratificaría esta postura, mantenida durante la discusión del proyecto constitucional de 1876. No obstante, una vez aprobada la Constitución de 1876, se manifestaron dispuestos a aceptarla.
En 1877, el partido constitucional se retiró de las Cortes como señal de protesta porque, al constituirse el nuevo Senado, sólo ocho de los 110 senadores vitalicios nombrados por la Corona, pertenecían al partido. Parecía la vuelta a la vieja táctica progresista del retraimiento como preludio de la conspiración que, por otra parte, el general Serrano no había dejado de seguir practicando. Sin embargo, al año siguiente se impuso el criterio de Sagasta favorable a la reintegración en la vida política legal. Aquel mismo año tuvo lugar la reconciliación entre constitucionales y centralistas, al parecer por consejo e impulso de Alfonso XII. Ambos hechos eran signos inequívocos de moderación por parte de los constitucionales. No obstante, ante la perspectiva de la disolución de las Cortes y la formación de un nuevo gobierno, en 1879, Cánovas no aconsejó al monarca la llamada al poder de los constitucionales porque desconfiaba, y con razón, de la lealtad hacia la monarquía de los elementos militares de este partido, no de los civiles. En las elecciones convocadas aquel año por el gobierno de Martínez Campos, los constitucionales acudieron en coalición con los antiguos radicales -que comenzaban a dar los primeros pasos para integrarse en el nuevo régimen- y los republicanos de Castelar -que desde el comienzo de la Restauración se habían mostrado dispuestos a participar en la nueva legalidad-. Desde luego no era muestra de una identificación absoluta con la monarquía borbónica.
Sin embargo, al año siguiente, los constitucionales dieron un paso de gigante en orden a adquirir el estatus de partido de gobierno, al unirse a algunas destacadas personalidades políticas y formar el partido fusionista. El 23 de mayo de 1880 se sumaron a la agrupación de Sagasta, y bajo su liderazgo, el general Martínez Campos -cuyas relaciones con Cánovas siempre fueron malas y que se apartó del partido conservador, acompañado por algunos altos mandos militares, tras su fracasada experiencia de gobierno- y José Posada Herrera -el ministro de la Gobernación de la Unión Liberal que hizo a Cánovas su subsecretario en 1860, quien no obstante presidir los Congresos conservadores de 1876 y 1877, siempre se mostró dispuesto a encabezar la alternativa liberal-. Días más tarde, el conde de Xiquena junto con algunos moderados históricos, se unían al nuevo partido. No parece que el propio Alfonso XII fuera completamente ajeno a la iniciativa que culminó en la fusión.
Adquiría así Sagasta, el condenado a muerte por conspirar contra Isabel II, la respetabilidad necesaria para llegar a ser el presidente de gobierno en la monarquía de su hijo, Alfonso XII. Más que una manifestación de principios, la declaración programática del nuevo partido consistía en un ataque a los conservadores -a los que se acusaba de vivir "a costa de la monarquía, como la yedra vive a costa del árbol"- y, sobre todo, una airada apelación al rey, para que dispensara por igual sus altísimos prerrogativas. "Después de este acto -concluía amenazante- la política española podrá seguir rumbos tranquilos o azarosos derroteros: ¡feliz aquel que pudiendo cerrar el paso a los segundos, tiene en sus manos la paz de los pueblos!".